Auditorio de Galicia, Santiago de Compostela
Concierto abierto al público dentro de las actividades de LXVI Curso U.I. de Música en Compostela con la OSG dirigida por Isabel Rubio-Auditorio de Galicia- día 9, a las 20´00 h-, con un programa netamente español y que nos reserva obras de Carles Baguer, Conrado del Campo, Manuel de Falla y Pedro Miquel Marques. Isabel Rubio pasó por la Jove O. de les illes Balears, y formaciones como la 430, de Vigo, la Xoven de la OSG, la ONE, la O.S. de Granada y la JONDE- junto a Pablo Rus Broseta-, en calidad de residente, ocupando plaza similar en la Berlin Philharmonia O., además de colaborar con Kirill Petrenko. Recibió galardones como el Concurso ASPE, de orquestas, el Ciudad de Villena, la especial consideración de los Encuentros de Bilbao, a los que se añaden el Guido Cantelli (Italia). Aspecto a destacar es su labor frente a Bandas de Música que la llevaron desde Valencia, Alicante o Galicia, dirigiendo zarzuelas como El Gato Montés, en el Teatro Campoamor de Oviedo
Carles Baguer (1768-1808), fue un compositor que destacó como organista en distintas capitales dejando como alumnos a maestros como Mateu i Ferrer o Ramón Carnicer, quienes acabarán haciéndole sombra de cara a la posteridad, pero la importancia del género sacro que ocuparía los años de gracia del músico, mantuvieron su interés por el género lírico, con trabajos como la ópera La princesa filósofa, estrenada en Barcelona en el otoño de 1797, en la temporada en la que igualmente Ferrán Sors seducía a las multitudes con Il Telemaco nell isola di Calipso. Baguer, en el ámbito de la música orquestal, dará lustre a la composición que hoy se pone en atriles, la Sinfonía nº 12, en Mi b M., espacio en el que tendrán cabida casi una veintena de trabajos. En principio, se apreciaría su Concierto para fagot y orquesta y una sentida Pastorela, que se añadirá a piezas sinfónicas inacabadas e incluso de dudosa autoría. Baguer se manejaba entre dudas que ofuscaban a su creación, siendo su trabajo orquestal un ejercicio de tanteos voluntariosos. Una orquestación que se expresaba estilísticamente en su distribución: una sección de cuerda y un cuarteto de vientos formado por dos trompas y dos maderas, que generalmente son oboes y excepcionalmente flautas. El fagot sólo se explicita en la obra en la que aparece como solista y en una de las sinfonías. No todas las sinfonías presentan una parte de viola, e incluso, en algunas de las que la tienen, ésta no aparece en todas las copias conservadas. La separación de violonchelo y contrabajo es excepcional. Más frecuente es el tacet de este último en algunos pasajes o movimientos. Baguer tiende a primar especialmente algunas de las combinaciones instrumentales posibles en dicha plantilla. Utiliza en gran medida los tutti así como la cuerda sola, mientras que los pasajes a cuerdas con oboes o con trompas, generalmente constituyen únicamente nexos de unión entre los anteriores, a excepción del tratamiento que les da en los tríos de los minuetos o en los segundos grupos temáticos de movimientos en forma sonata. Son verdaderamente excepcionales los fragmentos en madera y trompas.
La textura orquestal tiende generalmente a la simplicidad, que, en ocasiones se hace extrema. El discurso es monofónico, salvo breves y tímidas imitaciones entre los violines, que rápidamente se convierten en melodías por terceras o sextas paralelas. La escritura es a menudo a tres partes reales gracias a los frecuentes doblajes por octavas entre la viola y bajo e incluso a dos partes. Desde todos los puntos de vista, la viola tiende a ser tratada como un instrumento grave; los violines, a menudo doblados, por los oboes, generalmente proceden por movimiento paralelo, por terceras, sextas u octavas, e incluso al unísono. En las partes internas de la cuerda y en el bajo, abundan las figuraciones de notas cortas, consistentes en arpegios, dobles cuerdas síncopas, etc., cuya misión principal es de simple relleno del bloque sonoro. Por lo que respecta a la estructura formal de estas composiciones, Baguer se basa sobre todo en los dos prototipos en los que, según parece, introduce algunos cambios. Estos son la Sinfonía en cuatro movimientos y la forma en un solo movimiento rápido, precedido de un breve movimiento de carácter breve.
En las resueltas en cuatro tiempos, el primero de ellos adopta invariablemente el esquema formal de sonata bitemática, con doble aparición de los temas en el centro. Ambos grupos temáticos, están fuertemente contrastados, no solo melódicamente, sino también desde otros puntos de vista, como el ritmo armónico o la textura orquestal. Los desarrollos son cortos, a menudo exclusivamente basados en modulaciones y variaciones de elementos del primer grupo temático y reexposiciones incompletas afectando sobre todo a los segundos grupos temáticos. Hay un notable predomino del compás ternario. Los segundos movimientos oscilan entre el Adagio y el Andante, siempre con sordina en la cuerda y escritos en alguna tonalidad vecina que generalmente es la dominante, con menor frecuencia la subdominante y aún más raramente el relativo o la tónica con cambio de modo. En casi todos los casos adopta la estructura de variaciones sobre un tema compuesto por dos frases de ocho compases, modulante la primera de ellas. Las técnicas para la variación son las habituales: ornamentación melódica, cambio de protagonismo melódico (de los violines a la madera o el bajo), cambio de modo, etc...El minuetto, es siempre anacrúsico con una notable fragmentación y receptividad de la melodía. El trío está escrito casi siempre en la tónica, a menudo requiere la participación melódica de la madera y presenta una segmentación melódica mucho menor. En el conjunto de las sinfonías del autor, este tiempo aparece en segundo lugar, al que sigue el movimiento Lento, y el Finale, oscila entre el esquema de sonata y el de Rondó, siendo el ritmo adoptado a menudo, el de Contradanza. En los Rondós, los estribillos son considerablemente largos, en relación con los episodios, y en las sonatas los desarrollos se hacen algo más cortos. No podrá descartarse la posibilidad de que algunas de estas sinfonías, en su estado original, hubieran tenido una configuración distinta según las versiones que se han conservado
Conrado del Campo (1878-1953), con uno de sus poemas sinfónicos, El Infierno, de La Divina Comedia, a partir de Dante, obra de 1910 y que tendrá modelos similares en la Obertura madrileña (1920); la Fantasía castellana- para piano y orquesta-; En la pradera (Acción bailada); la Obertura asturiana o la Evocación y nostalgia de los molinos de viento (1952). El maestro Conrado del Campo, había tenido como preceptores a Jesús de Monasterio- violín- y a José de Hierro y a Ruperto Chapí, en el espacio de la composición quienes le ayudarán a romper fronteras sin renegar de su confianza a un imaginario y libre autodidactismo. Bebió a fondo de la inmensa cultura de quienes fueron sus maestros, siempre sujeto a una vida entregada a las tentaciones que le ofrecía su Madrid natal, llegando a realizar tan solo dos viajes al extranjero, algo difícil de entender, una vez analizada su trayectoria musical. Fue Tomás Marco, quien atinó a ubicarle en un justo contexto, comenzando por las tenebrosas circunstancias que nuestro músico habría de soportar, más allá de la Guerra Civil y que le someterían a la condición nada apetecible de un obrero de la música, simultaneando las obligaciones de instrumentista con las puramente docentes. Dotado violinista, le veríamos entregado a los duros oficios como miembro y promotor del muy apreciado Cuarteto Francés (1903), en el que tocará la viola de manera permanente, hasta convertirse en el Quinteto de Madrid (1919), con la incorporación de Joaquín Turina y la posibilidad de divulgación en la Agrupación de Unión Radio. Un grupo de formaban en principio Julio Francés e Ignacio Tomé (violines), Luis Villa y Conrado del Campo (viola), Juan Ruiz Casux (chelo) Lucio González (contrabajo) y el pianista José Mª Franco. Conrado del Campo actuó como director en veces contadas después de los años amargos de la Guerra Civil, tomando la plaza de Arbós en la Orquesta Sinfónica y en la que permanecerá hasta 1947, fecha en la que creará la primera orquesta de Radio Nacional de España, abandonándola definitivamente por problemas de salud, manteniendo, con todo, los compromisos como Académico de Bellas Artes, respondiendo a las solicitudes de conferencias y otras iniciativas. Hombre afable e ingenuo, carente de toda malicia, había dejado su impronta en sus años de juventud, en formaciones como la Orquesta del Teatro Circo, o las de los Teatros Príncipe Alfonso y Apolo, antes de probar en el Teatro Real.
Obra la suya más extensa de lo que podría pensarse y con un marcado perfil nacionalista que como la de Manuel de Falla, se orientará hacia una ambición internacionalista, sabiendo marcar libremente el folklore sobre el que indagaría con gran perspicacia y dominio de estilos, pero que no será precisamente su preocupación cotidiana. Un aspecto permanente será la forma en cómo supo acuñar las propias raíces asimiladas con las corrientes imperantes de procedencia germana. Posiblemente, un grado artístico de colonización inevitable, pero bastará con seguir su legado para aceptar la pertinencia de los resultados obtenidos y muy especialmente en la reconocible vena de Richard Strauss. Quizás un casticista que no tuvo reparos e inconveniencias en amalgamar las influencias reconocibles que hallaremos en el Cuarteto Carlos III o En la pradera.
Quiso abordar la ópera española a la que pretendió dar una dimensión especial tras pasar años en los fosos de los teatros capitalinos, admirando a los grandes por excelencia, desde Wagner a R. Strauss. De sus intentos líricos, una inauguración con El final de Don Álvaro (1910), con libreto de Carlos Fernández Shaw o la ópera en un acto del mismo libretista La tragedia del beso, una ópera que reproduce en pequeño la aventura de la de Falla- Premio Nacional de Bellas Artes (1912), aunque no llegase a subir a escena por variados problemas técnicos. Mejores avatares tendrán El Avapiés (1918),con texto de Tomás Borrás que reproduce el ambiente madrileño de 1800 y ,muy especialmente, Fantochines,(1922), ópera de cámara con libreto de Borrás, recuperada por la Fundación Juan March, en la primavera de 2015, en su proyecto el Teatro Musical de Cámara, con dirección musical de J. Antonio Montaño y escénica de Tomás Muñoz, destacando como solistas la soprano Sonia de Munck (Doneta); el barítono Borja Quiza (Lindísimo); el barítono Fabio Barrutia (El títere y Doña Tía), con la Orquesta de la Comunidad de Madrid. Mérito merece también Lola la Piconera, libreto de J.Mª Pemán, estrenada en el Teatre del Liceu (Barcelona). En óperas como El Avapies participó también el compositor Ángel Barrios. Obras que quedaron para el olvido como imposibles, fueron La malquerida (1925), sobre el drama de Jacinto Benavente o la conversión en ópera de la zarzuela de Amadeu Vives, Bohemios, para su recuperación en el Teatro Real (1920). Difícil tuvo que ser mantener una opinión halagüeña sobre estas obras, montadas en su mayoría en condiciones precarias y sin apenas ensayos, ante las troupes italianas que vagaban a sus aires y que dominaban en el Teatro Real, con decorados y vestuarios tomados de las producciones de repertorio y sin que nadie y menos la orquesta y coros, se supiesen los papeles.
Se ha dicho a menudo que la tendencia wagneriana y straussiana (o en general germánica) de Conrado del Campo, chocaba con la fuerte influencia francesa que dominaba a los compositores españoles desde principio de siglo, y que ese conflicto restó siempre audiencia a la popularidad de su obra. Hoy, que podemos considerar las cosas con mayor perspectiva y que valoramos aquella influencia francesa simplemente como un episodio más, la producción de nuestro músico puede tener un valor especial cara al futuro. Puede ante todo mostrar, con un buen ejemplo, cómo la música española de aquellos años, incluía variedades en mayor medida de lo que se creía; y también que algunos de los caminos transitados, habrían de ser tiempo adelante los preferidos. Por otra parte, los aspectos popularistas de Conrado del Campo, son en cierta manera, comunes con los que presentaban los compositores francófilos de la época: así, cuando se estudie en profundidad todo el internacionalismo nacional tardío español, habrá de tenerse en cuenta la formación que de estos materiales hizo Conrado del Campo. De su obra propiamente sinfónica, destaca su orientación hacia estilo del poema sinfónico sobre los demás géneros y es aquí donde nos encontramos con La Divina Comedia (1908), con coro y orquesta. Se trata de una composición de calidad indudable que, por su temprana fecha resulta muy importante dentro del repertorio sinfónico español. Pero, al margen de esa calidad intrínseca que más allá de las influencias mentadas le confiere una gran personalidad, posee una muy buena altura de realización. Es casi su única obra sinfónica y que se mantendrá en el panorama de la música española, especialmente en la parte dedicada al Infierno que resulta, sin duda, la mejor. Junto a obras ya citadas, no dejaremos al margen La danza de Amboto o la serie de sus Cuartetos de cuerda, incluidos en un ciclo divulgado por la Fundación Juan March y que abarcaba desde el Primero (Oriental), estrenado precisamente por el Cuarteto Francés, en marzo de 1903, al Cuarteto nº 12, en Si b M. de 1948, estrenado por el Cuarteto Beethoven, en el Conservatorio Profesional de Música madrileño, al año siguiente.
Dos pasajes de La vida breve, de Manuel de Falla: Intermedio y Danza, un drama lírico en dos actos y cuatro escenas sobre libreto de C. Fernández Shaw. Obra de 1904 y que tendrá puesta escénica en el Casino Municipal (Niza), con dirección de J. Miranne, para vestir galas de mayor prestancia en la Opéra Comique, dirigida entonces por Franz Ruhlmann. Una orquestación acorde para el espectáculo por sus demandas escénicas y argumentales, al servicio de un cuadro de intérpretes destacando los roles de Salud, la Abuela, Carmela, Tío Salvaor, Paco, Manuel, un cantaor, una voz en la fragua, otra voz lejana para completar con un coro muy en la línea de conocida tradición. Por su cuenta, el cuadro segundo en su primera escena, pone en juego a personajes de trapío como Tío Salvaor, Carmela, un cantaor flamenco y un guitarrista que se resuelve por soleares, al que sigue una danza orquestal con ritmo de jota, famosa sus transcripciones. Trabajo ímprobo en el gaditano que como sabemos, se desvivía por esta calidad de espectáculos que le calaban hasta lo más profundo de su sensibilidad. Un período el suyo carente de grandes proyectos escénicos, por lo cual un concurso de la Academia de Bellas Artes de San Fernando le incitará a él y a otros aspirantes a probar con una ópera en un acto (así como obras sinfónicas pues la música para orquesta también se encontraba en un bajo nivel) que debía ser entregada como fecha límite al atardecer del 31 de marzo de 1905. La ópera ganadora iba a ser representada en el Teatro Real de Madrid. Para Falla significaba la oportunidad de ir a París y nuestro músico quedó impresionado por el libreto de Fernández Shaw, autor sumamente prolífico de libretos para zarzuela, publicados en la revista Blanco y Negro, por lo que aceptó la posibilidad de abordar el proyecto. Un Falla en París que se llevará el manuscrito en la maleta y un encuentro afortunado con Paul Dukas quien la animará a estrenar esta operita en la Opéra Comique.
Hubo de soportar considerables retrasos, aceptando que Dukas revisase la partitura, contratando igualmente a Paul Milliet, tesorero de la Sociéte des Auteurs y recomendado por Isaac Albéniz, para que tradujese el libreto al idioma francés. Albert Carré, director de la Opéra Comique, estaba predispuesto a estrenarla pero se negó a fijar una fecha concreta. Una visita a Ricordi (Milán), produjo otro veredicto favorable, pero en lugar de la puesta en escena de la obra, le ofrecieron un contrato para que compusiera una nueva. Falla rechazó la oferta y de nuevo en París aceptaría la propuesta del Casino de Niza, fue allí donde definitivamente se estrenó, con gran éxito y aceptación. La presentación en la Opéra Comique, en diciembre de 1913- el año de la Consagración de la Primavera, de Stravinski-, el éxito fue mayor. Mme Carré, se puso en la piel de Salud, mientras que Lillian Grenville, que lo había hecho en Niza, fue compensada con algunas producciones de la Tosca pucciniana. Luisa Vela, garante para ese rol en la referencia histórica, acabaría siendo la primera gran diva en el Teatro de La Zarzuela, dejándonos buena memoria por su interpretación de las Siete canciones populares españolas. Una apoteosis en la que el autor sería trasladado a hombros, dejando en evidencia el excelente instinto como libretista de Fernández-Shaw, en lo relativo a la escritura de libretos de zarzuela. La vida breve es una mezcla de verismo y simbolismo, con una heroína proveniente de los mundos de Massenet y Puccini, endurecida y reforzada por el llamado orgullo español- cada cual lo entenderá según le aprieten las urgencias patrias-, usando en lo primordial pintoresquismos granaínos como posible telón de fondo, llevado hasta los desengaños en liza. En el extenso interludio que forman la segunda escena del primer acto, las flautas en al estilo de Bizet, colocan un guiño en situaciones de Mme Butterfly y que sin llevarnos a engaño, nos descubren al Falla tanteado en el mundo disperso de la zarzuela -pensemos en el gaditano en su visita a Granada, Cádiz o Sevilla-. Otro de los puntos fuertes de La vida breve, es la impregnación de la música popular, que tantas veces observamos en obras suyas, a pesar de contribuir en menor medida a la tensión dramática de la operita, por ponerle posibles atributos. Las soleares y las dos danzas, en el último cuadro, el primero con su familiar tema pivotando sobre el dominante y el segundo (añadido o por lo menos ampliado en París, siguiendo el consejo de Messager), sabiamente, sin intentar rivalizar con el primero sino utilizando unos coros sin palabras y algunos sofisticados colores armónicos incluyendo una bocanada de bitonalidad. En el transcurso de la revisión, La vida breve fue dividida en dos cuadros, con el objeto de facilitar el cambio de escenario. Falla insistió en que esto último y otras pequeñas mejoras no producirían ninguna diferencia fundamental. En esencia, permanece como si fuera uno solo, aunque en ese período de su carrera Falla era tan pródigo en intervenciones que la ópera contiene suficientes ideas como para durarle una velada completa a una mano bien ejercitada como era la de Massenet. Para el estreno en el Teatro de La Zarzuela madrileño, el 14 de noviembre de 1914, contaría con un reparto de postín según las demandas del espectáculo: Luisa Vela (Salud); Rafael López (Paco); Teresa Telaeche (la Abuela); Francisco Meana (Tío Salvaor); Rafael López (Voz en la fragua); Emilio Sagi-Barba, haciendo un polivalente doblete como Manuel y Cantaor, contando con la dirección del aragonés Pablo Luna, mientras que el apartado escénico corría de cuenta de Francisco Meana. En lo musical, débitos admitidos con la vigente corriente del alhambrismo, un asomo a las modas del momento con modismos debussystas o virtuosismos tomados libremente de Ferenz Liszt, y otros detalles de la tradición española.
Pedro Miquel Marqués, con la Sinfonía nº 5, en Do m., músico bregado en los teatros y que se formó con Masaart en violín, y en armonía con Bazin, llegando a tener excelente trato con Berlioz y G. Rossini, quienes pronto reconocerían su sagacidad y desenvoltura durante su etapa parisina, en la que superaría las limitaciones y urgencias como músico de atril en coliseos como el Teatro Lírico y la Grand Opéra o la Salle Vanlentino, bajo la dirección de Arban, colaborando en estrenos como Faust o Mireille de Gounod. Entre sus maestros también figura Jesús de Monasterio y Galiana en armonía. Ingresó en la Orquesta de la Sociedad de Conciertos (1867) como violinista permaneciendo en ella hasta 1884, Fue violinista del Teatro de La Zarzuela y del Teatro Real y aunque reconocido autor de zarzuelas desde la primeriza Los hijos de la costa a la más conocida El anillo de hierro, la posteridad sabrá apreciarle por sus obras sinfónicas, en concreto por la que ocupa el programa , la Sinfonía nº 5, en Do m, quizás la más apreciada de sus composiciones de este género, obra estrenada el 29 de febrero de 1880, año fecundo de actividades y proyectos llevados a buen puerto, con aspectos reseñables que se ratificarán en otra obra de signo personal, el Segundo concierto dentro de la Serie de Primavera, bajo la atenta observación de Mariano Vázquez. Escrita en la tonalidad de Do m., su lenguaje musical regresa a un estilo próximo al de la Sinfonía Fantástica de Héctor Berlioz, uno de los santones en los que se veía reflejado, quizás porque los recursos orquestales y los modelos formales de esta obra que Marqués había utilizado en sus sinfonías anteriores, aunque no en la Cuarta en Mi M., estrenada dos años antes, en la misma serie de Conciertos de Primavera, marcaban ya una evolución creativa que redundará en los patrones a seguir. Las garantías de éxito parecían estar aseguradas y el tratamiento de esta sinfonía se encuentra en las cercanías de su Tercera Sinfonía. Citábamos de pasada su Cuarta Sinfonía, obra que para expertos analistas parece condicionada por una actitud de mirada al pasado, con un lenguaje más clásico y asequible al aficionado común.
Quizás, la posteridad no termine de encontrarle acomodo frente a sus compañeros de generación pera este músico se mantiene en las variadas opciones del género lírico. Estamos en ese año de 1880, en verdad un período afortunado para el compositor mallorquín, ya que el Teatro de La Zarzuela le guardará un espacio para la puesta en escena de su drama lírico-histórico, de Jiménez Delgado, Florinda, ópera en tres actos cuya acción se situaba en el Medievo con argumento de un historicismo aventurado, cercano a los modismos de la Ópera Grande, la misma que soportará mal el paso del tiempo, por lo que Marqués quedará sometido a la criba de la que también serán víctimas muchos de sus colegas de generación, bastará con remitirse al modelo francés de la Grand Ópera, siempre de la mano en cuanto a infortunios. Para la apertura de temporada de 1880/1, en el Teatro Apolo, Marqués entregará la Gran Sinfonía de pot- pourri, sobre motivos de zarzuelas modernas, para orquesta y banda sinfónica, siguiendo los dictados y sugerencias de pluma del maestro Barbieri, visto el maestro, fácil será imaginar el resultado de un trabajo de circunstancias, oficio que dominaba con creces, lo que no desmerecerá junto a otras obras de parecidos recursos, la habitual presencia en las programaciones de temporada, especialmente para Bandas Populares, otra obra de aquel año, será la Polonesa nº 4; también La canción del marinero, incluida en los logrados Conciertos de Verano. El Teatro Apolo, centro de reclamo para obras escénicas con menos enjundia, dio cabida a obras desechadas por el Teatro de La Zarzuela, y será allí en donde podrían asistir a estas obras que lucían menos galones: La Sinfonía sobre motivos de zarzuelas modernas, respaldada con éxito a tenor de la opinión conservada en la Crónica de la Música Moderna, aprovechando el acontecimiento que supuso la visita de Camille Saint-Saëns a Madrid, en octubre de 1880, motivo por el que se celebraron conciertos extraordinarios, en los que tuvo parte activa la poderosa Sociedad de Conciertos. Poco faltará para que Marqués, sea reclamado para formar parte del jurado encargado de dictaminar sobre la compañía formada en el Teatro Real, junto a Arrieta, Inzenga, Espín y Guillén y Saldoni. Preparando su salto cual hombre público que era, a una reunión convocada por Arderius, nuevo empresario del Teatro de la Zarzuela junto a compositores y autores dramáticos, para demandar la creación de un nuevo repertorio lírico, iniciándose la temporada con Marina y El anillo de hierro. A petición de Arderius, volvería a repetir en el género zarzuelístico con La cruz de fuego, sobre libreto de Estremera, pero tras intentos fallidos acabaría renunciando por decisión del empresario pese a estar anunciada, todavía quedaban los beneficios del reconocimiento de los aficionados y el estreno previsto para el Teatro de La Zarzuela, que deberá trasladarse al Teatro Apolo, entonces arrendado por la Sociedad Lírico- Dramática de Autores Españoles, que respaldó obras de Marqués o de Arrieta y de Chapí, como La bruja. La última obra orquestal de la Sociedad de Conciertos, sería la Polonesa de Concierto, ofrecida en el Teatro del Príncipe Alfonso, el 6 de marzo de 1887, en el Segundo Concierto de la conocida Serie de Primavera. Obra aplaudida y aclamada por los aficionados que le obligó a salir a responder al entusiasmo mostrado por un público generoso. Todavía quedará tiempo para algún que otro fracaso como fue el sainete lírico en un acto y en prosa de Ernesto Sánchez Pastor, El centinela, estrenado en el Teatro Apolo el 20 de enero de 1892, con un libreto ciertamente desafortunado por la inverisimilitud de los personajes.
Ramón García Balado
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