Palacio de la Ópera, A Coruña
Concierto en el que Roberto González-Monjas ocupa a la par protagonismo como director y solista con la OSG, en el Palacio de la Ópera de A Coruña- día 24, a las 20´00 h-, ofreciendo como solista dos obras de W.A. Mozart, los conciertos para violín nº 2, en Re M K. 211 y nº 3, en Sol M. K. 216, para completar con la Sinfonía nº 41, en Do M. K. 551 (Júpiter) y como entrante, Ma mère l´oye, de Maurice Ravel, ese mundo de la infancia que sentiría tan cercano, en este caso a partir de un relato de Colette y que girará en torno al ambiente familiar de los Godebski, dejando una obra para el piano que tendrá su orquestación destinada en forma de ballet, para estrenarse bajo la dirección de Gabriel Grovlez. Una serie de cuadritos cuidadosamente cincelados, desde un Preludio pianissimo, de recreación atmosférica, a la Danza de la rueca, con la aparición de la princesa Florinda, imaginaria y divertida; la Pavana de la bella durmiente (Lento), en la que nos encontramos con el hada Benigna; Las entrevistas de la Bella y la Bestia (tempo de vals), una idea de intriga seductora; Pulgarcito (Moderado), sobre continuos cambios de compás; Laideronette, emperatriz de las pagodas, con aire de danza para completar con El jardín mágico (Lento y grave), tiempo acorde por su opción como ballet.
El Concierto para violín nº 2, en Re M. K. 211, de Mozart, obra de Salzburgo y que venía a confirmar su doble condición como director y solista, mientras estaba al servicio de la corte como Konzermeister, siguiendo las corrientes imperantes de procedencia italiana, acercándose en cierto modo a los estilismos franceses, asimilados en Munich, lo que facilitará un tratamiento de tendencias galantes, propias de las modas imperantes, que reducirá una orquestación cargada de tintas. Para Cadieu, resulta clara la caracterización y la mesura, la limpieza y la gracia, dentro de un sentimiento vivo y expresivo. El Andante, según Della Croce, tiene el encanto de ciertas páginas pastoriles de sus propios melodramas, anunciando estados de ánimo que observamos en alguna de sus romanzas, traducidas en los conciertos para el piano. Parejo al concierto precedente, no presenta serias dificultades técnicas o virtuosísticas. Tres son sus tiempos: Allegro moderato, marcado por el breve preludio orquestal; el Andante, con esa clara influencia francesa, para este breve movimiento y el Rondó Allegro, persistencia en los estilismo de la forma y que se completa de manera brillante.
El Concierto nº 3, en Sol M. (Strassburger-Konzert), K. 216, obra de su estancia en Munich, a donde se había trasladado para la representación de La jardinera fingida K. 196, para una fiesta de carnaval del elector Maximiliano, de nuevo las atenciones a las modas del goût francés . Una dulce fantasía con un aire de romanza de procedencia francesa y para Cadieu, reafirma el consabido estilo galante, destacando el Adagio por su largo canto de carácter trágico. Dos conciertos casi consecutivos, revelando aquí una factura más elaborada, especialmente en la orquestación de impresión más contrastada, permitiendo al solista establecer un genuino diálogo de notable profundidad. El Allegro ofrece un desarrollo importante merced a sus modulaciones que permitirán una recopilación con un tutti resolutivo; el Adagio, clarividente inspiración dentro de un clima apacible, destacado por las cuerdas en sordina, cara a un ritornello que dejará argumentos al solista de violín. El Rondó: Allegro, gracioso y locuaz, se encuentra ante una de las páginas más originales por el empleo de tonalidades menores propuestas en sus intermedios, tras el segundo, llega un breve Andante sobre un ritmo de pavana acompañada con pizzicato, en las cuerdas, en una demostración de su originalidad.
La Sinfonía nº 41, en Do M. (Júpiter) K. 551, completa el ciclo de las tres del grupo, de inestimable fuerza creadora, obra de considerables dimensiones, en la que su dominio de la temática contrapuntística se resuelve de la manera más natural y reconfortante en lo expresivo. Una elaborada configuración constructiva y su dimensión, afectaría a su denominación como Júpiter. Paumgarter dirá sobre ella que es un canto triunfal que se eleva sobre las penurias terrenales, consciente de ese poderío, en un supremo haz de luz. La abundancia de episodios contrapuntísticos, destaca con la profusión de la fusión en la tonalidad. Saint-Foix, aceptará una elocuencia, una fuerza y una gracia soberanas, en las que el autor echa mano de todos los elementos de los que se habían servido sus predecesores, mostrándonos lo que la propia música había hecho hasta él. Para Mila, la expresión tiende a hacerse solemne y encomiástica, si bien con irresistibles y deliciosas caídas en los dominios de una gracia arrulladora y por momentos melancólica. El prevalecer del contrapunto significa una superación de la fase romántica y conlleva ese sentido de trascendencia de pasiones humanas que se manifestará en La flauta mágica. Bloom, insistirá que hay un misterio en esta música que no se puede resolver por medio del análisis y la crítica, pero tal vez podría captarse con la fantasía, lo que nunca dejará de ser un enigma es la cantidad de seres humanos que podrían estar en condiciones de combinar dos elementos opuestos en una obra de arte tan perfectamente equilibrada. Parouty, puntualiza: Tras la ardiente lucha de la Sinfonía en Do M. K. 551, llega el triunfo. Primero en la escritura, pues el contrapunto y la armonía están tratados con una maestría que se disimula en una desenvoltura que nos confunde: en una construcción arquitectónica idealmente equilibrada cuyas vastas dimensiones forman un conjunto maravillosamente proporcionado, con una lógica formal sorprendente. Pestelli, con un sesgo humorístico, redundará: Vaciado el saco del humor negro, la K. 551, en Do M., halla en su supertítulo de Júpiter, una justa aproximación a su naturaleza solar, culminando en esa arquitectura en movimiento que es el Final, la conjunción perfecta de la fuga y la forma sonata, proyectada con la divina alegría del compositor que sabe que está perfeccionando la forma recogida veinte años atrás, como una planta germinada entre Londres, Viena y el valle del Po. Mozart se propuso dar el paso determinante y conclusivo de un itinerario personal análogo al que había llevado Johann Sebastian Bach, con El Arte de la fuga.
Ramón García Balado
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